Hoy, volviendo de hacer unos trámites (algunos más y otros menos importantes), me crucé con un hecho de lo más común, pero que me dejó pensando después de haber sucedido. De ahí sale esto que están leyendo.
Me encontraba en el semáforo de Primera Junta, la plazoleta que guarida la estación homónima del subte A. El semáforo estaba en rojo para los peatones y, obvia y evidentemente, en verde para los automóviles. Repentinamente, un grupo de personas decide cruzar la calle sin necesidad de ver si podían o no (no, no podían y eso es lo que hace que me ponga a meditar sobre la situación). La cuestión es que los autos, mucho más poderosos y resistentes que los seres humanos, frenaron y esperaron a que el tumulto cruzara completamente. Yo, que no quería ser la oveja negra del rebaño ni la mosca en el vaso de leche, me sumé a la banda y crucé indebidamente. O sea, la unión de unos pocos (los que cruzamos indebidamente la calle) fuimos capaces de frenar a los autos, que si hubiesen querido podrían habernos pasado por encima cuantas veces quisieran.
Me fue inevitable recordar ciertos momentos históricos y algunos procesos hasta biológicos y químicos donde un grupo de algo logra un cometido que, a priori, sería impensado que ocurriese (como el de frenar autos cruzando en rojo). Si citamos ejemplos, podemos remontarnos al derrotero de los revolucionarios rusos contra Nicolás II para acabar por fin de una vez por todas con el zarismo; también tenemos el ejemplo de los virus que, siendo tan diminutos e imperceptibles para el ojo humano, pueden llegar a generarnos complicaciones crónicas e incluso la muerte.
Tal vez me acusen de loco o de que escribo bajo los efectos de alguna sustancia. Por lo segundo puedo asegurarles que no, por lo primero no lo sé. Pero es difícil para mí, casi imposible, no creer que la situación que atraviesa este país tiene una única solución: la gente, esa enorme masa de pequeños virus que tienen como obligación incomodar a los que están más arriba en la pirámide de poder. Que no se malinterprete, no le estoy quitando responsabilidad a nuestros legisladores y organismos políticos. Por supuesto que no. Lo que trato de decir es que esto que nos está pasando como país, hay que echárselo en cara a los recién mencionados: que vean que la educación pública y que los sueldos de los docentes no son un chiste. Los estudiantes de entidades estatales, donde dentro de uno de tantos me encuentro yo, somos el futuro de Argentina. Somos ese enorme porcentaje de gente que algún día saldrá a sacar adelante a este país, algunos desde la medicina, otros artísticamente u otros, como yo, desde el lado periodístico. Pero ese empuje no se podrá dar nunca si nunca nos preparan para hacerlo.
Por eso, al menos desde el lado que me toca hacerlo, escribo y les comento lo que para mí es la solución al conflicto y, a su vez, lo que para mí no lo es. Claramente, ya no es momento de echarle la culpa a Macri, a CFK, a nuestro expresidente que quiso mantener el dólar a un peso o a nuestra deuda eterna desde los tiempos de la Baring Brothers. Lo que nos toca hacer como la gran masa que somos, es participar de clases cortando calles, avenidas, frente al Congreso o incluso, como dice mi madre, delante de su casa en Olivos y que el profesor explique con un megáfono para no dejar dormir a nuestro presidente y que tome medidas que hagan que la educación pública vuelva a estar en funcionamiento y que nosotros, los estudiantes, empecemos las clases de una vez. La forma de resolver esta situación que nos atraviesa es tomando el toro por las astas. Basta de echar culpas, ya es muy tarde para ello.
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